EL CONSEJO DE SABIOS


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Me preguntaba mi madre de pequeña que para qué leches (ella dice leches) iba a querer yo una máquina de escribir. Estrujando mi sesudo cerebro de infante debí encontrar más razones de las que encuentro a día de hoy ya que ahí está, bella y magnánima presidiendo mi museo de mejores regalos de reyes.

Encuentro cierto placer aporreando teclados con letras y una vez de regreso al vicio ya no hay quien me pare. Me ha entrado el ansia puta –que dicen en la mancha- así que a modo penitencia por mi dejadez navideña tengo ganas de hablaros del Consejo de Sabios.

Su respetable nombre no hace justicia a su apabullante estupidez humana.



El Consejo de Sabios está compuesto por una interesante variedad de especímenes célibes machos que poseen una peculiar visión del mundo femenino –en el que tengo mis sospechas de que no soy incluida.
Se reúnen en torno a cantidades ingentes de cerveza y veneran al dios fútbol mientras, de vez en cuando, conceden audiencia a humildes súbditos que presentan sus problemas a escarnio público y humillaciones para obtener un día cada tres años bisiestos en luna llena un  buen consejo aplicable en la vida real.

Por alguna extraña razón les tengo un respeto inmerecido. Tanto es así, que hace un mes presenté mi candidatura a miembro de Consejo. Lejos de repudiarme, el único requisito que me fue impuesto fue abandonar mi Aquelarre, del que según ellos soy miembro emblemático. Traté de ocultar mi alegría porque no me hubiesen exigido dejarme crecer un pene (de verdad creo que piensan que poseo uno) y por un momento fui tentada por la idea. Una a una la imagen de mis brujas cada vez menos apegadas a nuestro aquelarre desfiló por mi mente: algunas se encogían de hombros, otras gritaban mi nombre y otras me miraban con envidia.

Pero no, soy tan leal como indecisa, y aunque se me pasó por la cabeza actuar de agente doble, finalmente me quedo con las arpías que me han visto crecer.

Mención aparte merece cada miembro del Consejo. 

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