CARPE DIEM


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Mi madre tiene una manera muy peculiar de explicar las cosas. De pequeña solía decirme que el pus eran los leucocitos muertos en la batalla, por lo que cada vez que enfermaba me tendía en la cama con un pañuelo mojado sobre la frente para aliviar el peso de la fiebre, y arengaba a las tropas para que no decayeran los ánimos en el fragor del combate contras los Estreptococos en su conquista de Anginas Hipertróficas. Desde que Hache me explicó que el dolor es lo que queda cuando la esperanza claudica, no me permito bajar la guardia ni un segundo. No es la mejor etapa de mi vida y a falta de amigas dispuestas a echar una mano en las labores de distracción, desde anoché decidí lanzarme a la actividad que más me desagrada en el mundo después del ejercicio físico de gimnasio: la socialización.

Tomé la determinación tras comprobar que salir con amigas que sólo estan esperando el momento de irse a casa puede no resultar del todo satisfactorio, así que hice mutis por el foro y me dejé secuestrar por dos gallegos andantes que me acogieron bajo su ala pensando que era menor de edad, para resultar ser mayor que ambos.


Miento. Tomé la determinación tras sorprenderme teléfono en mano a punto de llamar a No-novio, porque de repente era el único con el que podía hablar. Mis cabalheros llegaron justo a tiempo para que no echara por tierra el largo período de Résistance. Y resulta que aún hay salvación para un ser antisocial que encuentra un pequeño placer en la observación de desconocidos pero no en el proceso de interactuación. Hasta ayer. Tres birras, dos horas de charla y un  paseo después, me sacaron una gran gran sonrisa. Impactados por el fulgor de mis nuevos dientes me pidieron una segunda cita.

La película se llama Dos hombres y medio y la moraleja: Carpe diem. Mañana más y mejor, vuelvo a por otra al bar de los mojitos.

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